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[RP] Palazzetto di Tizio da Spoleto

 
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Felipe...
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MessagePosté le: Mar Juin 30, 2020 11:23 pm    Sujet du message: [RP] Palazzetto di Tizio da Spoleto Répondre en citant

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Había llegado el momento de decir adiós a su habitación compartida en el colegio mayor de la Universidad Pontificia. Durante ese tiempo había hecho amistad con numerosos estudiantes, pero en especial con un italiano llamado Fabricio, joven seminarista dos años mayor que él de la ciudad de Piacenza, hijo de un adinerado terrateniente. Ahora todo aquello iba a quedar atrás, aunque no el recuerdo de sus compañeros de aula, a quienes seguiría viendo en las clases aunque ya no conviviría con ellos allí. Sus responsabilidades en la Santa Sede le habían empujado a disponer de más espacio de trabajo y estudio, donde pudiera guardar todos sus libros y, en fin, marcar sus propios horarios cuando no estuviera en la Universidad. Gracias al Praefectus Urbis consiguió la ciudadanía romana y también un sitio al que poder llamar hogar en la Ciudad Eterna. De entre todos los sitios posibles, el castellano se había enamorado de un pequeño palazzeto, de hecho ni siquiera podía ser considerado como tal, porque era más bien una casa de dos alturas en uno de los laterales de la Basílica de Santa María Rotunda, donde el muchacho había sido ordenado sacerdote. Era para él un lugar que sentía con especial cariño y eso le impulsó definitivamente a elegir aquel edificio.

La mudanza no había sido especialmente voluminosa, ya que todas sus pertenencias allí entraban en un carretillo que dos de los criados del Colegio Mayor le habían ayudado a transportar: un baúl con su ropa y otro con los libros. Nada más, ni siquiera una mesa o una estantería. Aquella tarde no había sido la mejor elección para hacer el traspaso de sus posesiones, ya que el cielo estaba oscuro y amenazaba tormenta. Llegaron al edificio, que hacía esquina entre dos calles y destacaba del resto de casas por los bellos frescos pintados en sus muros de la planta primera y segunda. Felipe alzó la vista y se sintió confortado y relajado, a pesar de todo el trabajo que llevaría poner en orden su nueva vida allí. El edificio en su interior ya había sido limpiado, y también consiguió prestados unos cuantos muebles, los imprescindibles, aunque sabía que a largo plazo debía comprar los suyos propios. También se había acordado el servicio de su nueva casa: una viuda y anciana romana cuya cocina gozaba de buena fama y su hijo, un hombre de casi treinta años que haría de criado y caballerizo.

El palazzetto era de nueva construcción, llamativos sus frescos exteriores pero también las ventanas que estaban cercadas de bellas molduras con formas caprichosas. Ya le habían avisado que las escaleras eran realmente empinadas, pero para él con casi dieciséis años no sería un problema, quizás no lo mismo para sus invitados. Al entrar en la casa ya estaba la anciana y su hijo esperando; él junto a los dos servidores del Colegio subieron al primer piso su dos baúles mientras la anciana le enseñaba la casa. En la planta baja estaba un recibidor no demasiado grande, que distribuía el paso a la cocina y a otras dos habitaciones donde vivirían ella y su hijo, además de una pequeña cuadra con espacio para dos caballos cuya portalón se abría directamente a la calle. La escalera de subida era destacable, en caracol y con grandes peldaños de mármol blanco. En la primera planta estaba el comedor, un salón para recibir a los invitados, una letrina y un pequeño oratorio que satisfaría las necesidades espirituales de todos los que allí iban a vivir. En la planta segunda estaba, por así decirlo, las estancias privadas de Felipe: su habitación, un despacho y dos alcobas más que podría usar para almacenar sus libros. Sin embargo lo que quizás más le gustaba de aquella casa era la terraza, hacia la que se accedía por una escalera más angosta; era un lugar magnífico con una pérgola con hiedra que daba sombra, numerosas jardineras y macetas que aún no estaban sembradas, una mesa grande ovalada con varias jamugas de aspecto desgastado pero que podrían ser arregladas, y lo mejor de todo, unas magnificas vistas a la calle y al resto de edificios circundantes, y por supuesto, a la gran cúpula de la Basílica. Si, definitivamente había encontrado su sitio en aquella ciudad.

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Felipe...
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MessagePosté le: Mer Juil 01, 2020 9:27 pm    Sujet du message: Répondre en citant

-Pater, ¡que se deja el pajarraco!- Felipe estaba tan entusiasmado mirando desde la terraza de su nueva casa que había olvidado por completo todo lo demás, pero aquella voz lo sacó de su ensimismamiento. El nuevo criado lo llamaba desde la calle, en la puerta de la casa, señalando la jaula sobre el carretillo. El joven sacerdote bajó las escaleras de su casa corriendo, ¿cómo podía haber olvidado su posesión más querida y costosa que tenía en Roma?. Al llegar a la planta baja, Giulio ya había metido al halcón blanco en el zaguán, aunque el animal parecía mirar a Felipe con cierto resentimiento. En los últimos días había podido salir con él a campo abierto y soltar al animal en la inmensidad del cielo azul, para volver rato después a la llamada de su amo para ser recompensado con un poco de carne.



Felipe alzó la pesada jaula dorada y el animal le daba la espalda, enfadado. - Mi pobre Angelo, no me había olvidado de tí. Por favor, Giulio, ayúdame con esto- el hijo de la anciana sujetó la jaula con su otra mano y ambos pudieron ascender por las escaleras con aquel aparatoso armatoste. El último tramo de las escaleras fue una pesadilla, porque Felipe estaba empeñado en llevarlo a la azotea, donde el animal pudiera sentir el aire limpio y la luz natural. Dejaron la jaula sobre la mesa ovalada de piedra y el benjamín de la familia se puso unos guantes de gamuza, ya que toda protección era poca para una poderosa ave de presa como era el gerifalte, el halcón más grande de su especie de plumaje blanco moteado. Consiguió meter la mano y poner una capucha de cuero con un penacho de plumas rojas. Una vez el ave tenía restringida su visión era mucho más dócil, aunque el pico era igual de amenazante. cambió sus guantes de gamuza por otro más grueso y amplio, el que usaba para llevar a Angelo al campo para su entrenamiento, era el ideal para evitar que sus garras se clavaran en el brazo. Lo llevó hasta una gruesa rama de la hiedra que se enredaba en la pérgola de la terraza y anudó las correas de la pata del animal a la rama, mientras los cascabeles de sus patas tintineaban. - Te has ganado un premio, Angelo - llevó un trocito de carne hasta el pico del ave y lo enganchó con fiereza, nada que ver con un canario o un jilguero. - Tú también estás ya en casa -
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MessagePosté le: Mer Juil 08, 2020 12:29 am    Sujet du message: Répondre en citant

A través de los postigos de la ventana de su habitación se colaban haces de luz que iluminaban su cara, eran tan fuertes que frunció sus cejas en una mueca de disgusto mientras recobraba lentamente la consciencia después de tan profundo sueño. Su noche había sido difícil, al fin y al cabo nunca era sencillo acostumbrarse a un nuevo lecho, y también a aquella almohada que era demasiado dura para su gusto, pero tras largas horas en vela, finalmente había caído dormido. Ahora el sol se había alzado en lo alto del cielo de Roma, y la ciudad despertaba de su letargo nocturno. El muchacho suspiró, girando su cabeza hacia su izquierda y tapándola con un cojín para evitar el sol. Pasó así demasiado tiempo, hasta que escuchó las campanas de la Basílica de Santa María Rotunda. Se levantó sobresaltado, sabiendo que eso ocurría a hora tercia, y que por tanto ya iba con retraso. Se desperezó y lavó en un aguamanil que había junto a su mesilla. Luego se vistió con unas calzas y una camisa y bajó al comedor. Allí estaba Giulio poniendo el desayuno sobre la mesa.

-¿Qué tal ha dormido, pater? - preguntó como saludo mientras servía unas gachas con miel en un plato de peltre. Felipe aún estaba medio dormido - Buenos días Giulio. He tenido mejores noches. A propósito, ¿ha llegado algo para mí?- el criado asintió - Dos libros que según el librero habíais encargado, ¡ah! - exclamó - también otra cosa, hay un paquete grande en el zaguán, lo trajeron a primera hora, pero no sabría decirle qué es - Felipe terminó su plato de gachas y tomó una manzana del frutero. Bajó los escalones de la escalera de caracol y se encontró, tal y como había dicho Giulio, con un bulto grande protegido por telas y una cuerda que lo cerraba todo. El benjamín de la familia cortó el cordel con un cuchillo y apartó las telas con una mano. Su doble, pintado, le devolvía la mirada.



- ¡Oh! - escuchó que la anciana Franchesca se sorprendía a sus espaldas, en la puerta de la cocina. Ella llevaba una toca blanca y se limpiaba las manos en un paño. - Creo que lo conozco... - dijo casi conmovida acercándose para verlo mejor, porque su vista ya no era la de antes - ¡Es que soy yo, doña Franchesca! Es un regalo muy especial, aunque no sé si debería colgarlo en el salón, ¿no es un poco vanidoso tener un retrato de uno mismo? No estoy del todo seguro de querer ponerlo, debería enviarlo a casa de mi hermano en Castilla, para que no se olvide de su hermano pequeño. - Felipe se acercó un poco, y luego se alejó unos pasos, masticando la manzana mientras lo observaba. - ¡A mi me gusta! - repicó sorprendido Giulio, que acababa de llegar. - El señor no te ha pedido tu opinión - dijo la mujer tajante, considerando que las palabras de su hijo podían haber sido inoportunas. - No, no, él tiene razón. Lo subiremos arriba, pero de momento lo guardaré, ya pensaré qué hacer con ello más adelante - La anciana iba a regresar a la cocina, aunque no pudo callar una última pregunta: - ¿Pater, quién os lo regaló? - Felipe sonrió sin saber cómo responder sin que pareciera petulante. - Él - respondió lacónico. - ¿Quién? ¿Él? Intervino el hijo: - ¿Dios? - La anciana dio una torta a Giulio en el cuello por la blasfemia - ¿El Papa? - corrigió el hijo frotándose la nuca. Felipe asintió sonriendo divertido por la escena. - Si él. Que para el caso, en esta ciudad casi es lo mismo - La anciana se santiguó ofendida por esa segunda blasfemia pero sin la autoridad para corregir a su nuevo señor.
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MessagePosté le: Lun Oct 26, 2020 12:11 am    Sujet du message: Répondre en citant

Llevaba semanas alojada en el palazzo de San Benedetto, plenamente entregada a sus quehaceres como heraldo pontifical, y todavía no se había dignado ni una sola vez a visitar a su hermano pequeño. En el fondo no era tan buena hermana como decía, porque aunque se acordaba de él y, ciertamente, se preguntaba qué estaría haciendo Felipe, ni siquiera se paraba a escribirle una nota anunciándole una breve visita cualquier tarde estival. Siendo sinceros, la organización de la capilla heráldica de San Benedetto no era lo que uno cabe esperar; si bien en el exterior la apariencia era sobria y queda, una vez dentro, los secretos guardados con tanto recelo quedaban al descubierto; todo eran montañas de papeles, botes de pigmentos y un descontrol poco habitual fruto del trabajo acumulado. La mesa de Inés ni siquiera era capaz de mantenerse ordenada por más de dos horas y muchas veces, al cabo de la jornada, la joven se hallaba exhausta. Bueno, de alguna manera debía ganarse el pan, –se consolaba–. Mas el resultado era una muchacha en la flor de la vida dejándose la vista entre tratados de heráldica de los Estados Pontificios, que cuando hallaba la menor oportunidad para salir, se dedicaba a la lectura pormenorizada y estudio del dogma y el Derecho canónico. Como Oficial Helialista no se esperaba menos de ella; como hermana de una gran promesa, quizá, se esperaba mucho más. A veces sentía tal presión... Con frecuencia le dolía la cabeza, o el cuello; mucho más a menudo la espalda. Sus manos solían estar manchadas de carmín o lapislázuli. Los tiempos de recreo eran escasos, ¡ni siquiera existían los jueves universitarios ni las tunas como en Salamanca! Por el amor de lo más sagrado, Inés sólo tenía 16 años para tantas responsabilidades. « Pues yo a tu edad ya estaba combatiendo al infiel ». Sí, sí, sí, abuelo. Para una chica que se ha criado entre algodones, no está mal, ¿verdad?
Por suerte para ella, el fin de semana previo a la Vigilia Omnium Sanctorum podría disfrutar del ocio en la Ciudad Eterna, hecho que quiso aprovechar para visitar a su hermano pequeño y pasear junto a él por el casco, y quizá comprar un ramo de flores para recordar a sus fallecidos. No quiso ir con las manos vacías, por lo que, en cuanto salió del palazzo, su rumbo se fijó hacia el mercado de la piazza más cercana a la residencia del nuncio en Castilla; una vez en él se dejó embriagar por los olores de cada esquina, desde los más apetitosos a los más repulsivos, pero sobre todo por el ruido tan ensordecedor. Caminaba casi guiada por el gentío más que por su propia voluntad, tratando de evitar que los tenderos le tomasen del brazo para arrastrarle hacia su puesto, sin obviar por otra parte que su bolsa debía estar más vigilada que nunca. Aunque por la zona paseaban parejas de la guardia urbana, eso no hacía que Inés se sintiera más segura; con frecuencia los ladronzuelos hacían de las suyas sin que nadie se lo evitase. Su objetivo era una pequeña pastelería donde la dueña elaboraba unos dulces de merengue italiano y pasta sfoglia, que los Álvarez-Josselinière ya habían degustado en una de sus primeras visitas a la urbe, y que tanto gustaron al pequeño. Ella, que no era tan asidua de lo dulce, también se quedó maravillada con el manjar, pues no era empalagoso, ni tampoco carecía de sabor. La compra final resultó en media docena de dulces de lo más dispares, porque entre esos que buscaba la joven marquesa, resultó que la pastelera era mejor vendedora de lo que se le presuponía y consiguió que la dama le comprase otros de almendra, huevo y licor, un bizcocho más parecido a un brioche-à-tète y la estrella de la Casa Real, los macarons, de naranja y clavo, otros de canela y un par más de frutos silvestres. Estaba tan contenta con la compra que invirtió gran parte de su paga en el capricho y la propina, y casi canturreaba a la salida de la tienda.
A la vuelta, decidió que su recorrido debía ser otro con el fin de evitar toda la muchedumbre, y fruto de su decisión terminó dando un gran rodeo a la piazza, entre calles que ya había visitado, por lo que no le resultaba tan confuso ubicarse en el callejero. Cuando apenas quedaban dos calles más que cruzar para presentarse en el palazzetto, descubrió que junto a la fontana estaban un grupo de chicas, amigas todas ellas, pasando el rato. Debían ser hijas de nobles y emisarios, algunas de ellas incluso de arzobispos y cardenales, y todas ellas formaban un corrillo cuchicheando sobre la última moda siciliana, los rumores de guerra en algún lugar del Sacro Imperio, el pretendiente de una de ellas y los planes de boda de otra que estaba ausente. La de Lerín, que estaba tan contenta, sintió el impulso de presentarse y hacer nuevas amistades; a decir verdad, nunca había tenido una amiga como tal. Siempre en constante movimiento, siempre de viaje de un reino a otro, mantener lazos que no fuesen los familiares se le hacía arduo. Mas ahora que sus planes se centraban en aprender e instruirse en el Vaticano, consideró que mientras esa aventura durase, mejor sería tener buenos contactos. Con paso decidido se acercó, y las saludó, en un correctísimo latín.- Salve puellis! –Cuando ya estuvo a su altura, descubrió que las chicas que se dieron la vuelta a verla le estaban observando con una mueca. ¿Quizá no le habían entendido? No podía ser, si estaban en la cuna de la lengua clásica...– I'm Inés Álvarez de Toledo. How you doing?– Volvió a intentarlo, esta vez presentándose, creyendo que ese fue su defecto; sus interlocutoras le dieron la espalda, ignorando lo que les decía. Con disgusto, ella insistió.– Vous parlez français? Attendez, c'est pour mon frère mais je vous invite... –Entonces abrió la cajita que llevaba entre sus manos como un tesoro, descubriendo los dulces a las damas, ofreciéndoles algo que ella había reservado con tanto recelo. Quizá con un gesto amable se ablandasen, aunque tal quimera se deshizo en el aire con la misma frugalidad de un bocado a un pastel. En completo silencio, pues su conversación se había visto interrumpida, se alejaron del lugar con frivolidad, fingiendo que nada había ocurrido. El gesto descompuesto de la condesa se ancló en su rostro con fuerza y fue ahondando más a medida que realizaba el trayecto, acompañándole hasta el último momento, ese mismo instante cuando pisó el penúltimo peldaño de la entrada del palacete romano. Ni siquiera entendía por qué le daban ese trato, ella sólo intentaba ser amable. ¿Acaso sabían quién era para hacerle ese desprecio? Se sintió tan humillada, y tan sola, que todo el cansancio de las semanas previas le cayó como una losa. Dejó a un lado la cajita con los dulces, de la que tomó inmediato recaudo el servicio del infante, y se adentró al lugar con presteza tratando de ocultar sus sollozos. Completamente rota, se dejó caer contra la pared de una de las habitaciones; ni siquiera sabía dónde estaba ni para qué se destinaba el habitáculo, en ese momento sólo le importaba celar su intimidad porque no deseaba que nadie le viese de aquella guisa. Aun con todo, su llanto podía oírse al otro lado de tan desconsolado que era, y entre pausas de congoja y lágrimas amargas, lamió sus heridas para largo.

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MessagePosté le: Lun Nov 23, 2020 9:55 pm    Sujet du message: Répondre en citant

“Cuando seas padre comerás huevos” - eso le había dicho su hermano mayor de pequeño, y él siempre había ignorado el verdadero significado de aquella frase, que realmente le pareció estúpida, como algo que sólo concierne a los mayores y vetado a los más pequeños. Aunque sea como fuere, ya para él ser padre literalmente estaba fuera de sus planes, por tanto, desde que había sido ordenado y todo el mundo le decía “padre”, él acostumbraba a desayunar, entre otras cosas uno o dos huevos, más que nada para, en lo más profundo de sus recuerdos, darle en las narices a su hermano, aunque estuviera a miles de millas de distancia y no supiera nada de lo que sucedía en aquel palazzeto. Los huevos en el desayuno se habían convertido en aquella casa en un dogma: unas veces escalfados, otra fritos o bien cocidos, eso junto a otras delicias que preparaba la anciana Franchesca, cuyas manos de matrona o nonna italiana, acompañaba con panceta, salchichas u otras partes cárnicas a veces de dudosa procedencia que salían de la carnicería a la vuelta de la esquina. Pero carne de pato nunca, pato no, ¡jamás! Dos ojillos lacrimosos primero, y un hocico pedigueño después aparecieron entre sus piernas: una vez más Guinefort, su lebrel de patas blancas como calcetines, venía a mendigar del plato de su amo. Felipe, siempre condescendiente con cualquier bicho de ojos tristes, le dio una rodaja de una fina salchicha aderezada con hierbas que el animal masticó, satisfecho, dejando una mancha de grasa en la alfombra. El joven castellano torció el gesto aunque no podía culpar al animal, que se tumbó a sus pies agitando alegremente la cola, feliz por haber degustado aquel bocado. El muchacho iba vestido aún con el camisón con el que había dormido y una mullida bata de lana púrpura y que le quedaba algo larga llegando a arrastrar un poco por el suelo al caminar. De esa guisa, aún degustando una granada, comenzó a abrir algunas cartas que había recibido: factura, factura, carta de súplica, factura, un pasquín de la secta del Dios Gato: nada interesante en realidad.

De repente, Guinefort levantó las orejas mirando hacia la puerta entornada de su habitación y con un ágil salto salió corriendo, primero arrugando la alfombra y después derrapando en el encerado suelo de baldosines. Felipe se sorprendió, porque el animal era realmente manso y tranquilio. Escuchó unos lejanos ladridos, en la planta baja, y su curiosidad no le permitió aguantar más sentado junto a la mesita de desayuno: se levantó de la silla restregándose unos ojos circundados por profundas ojeras debido al trabajo realizado hasta altas horas de la madrugada, y arrebujado en la bata y con sus brazos cruzados delante de su pecho, bajó los fríos peldaños de mármol de la escalera principal. Giulio tenía en sus manos una caja y señaló con el mentón hacia la estancia de la planta baja que hacía las veces de comedor principal de la casa. Junto a una chimenea, que crepitaba alegre, contrastaba con los sollozos de una muchacha con bucles de oro que caían sobre su cara y que permanecía agazapada contra la pared. A su lado estaba Guinefort, con sus patas delanteras en el regazo de la chica a la que intentaba lamer manos y cara, y en quien indudablemente habían reconocido a Inés, tanto perro como hermano. El muchacho se quedó petrificado un segundo, porque no entendía bien lo que estaba sucediendo.
- Ya, Guinefort, ya, déjala - dijo apartando al chucho sujetándolo con sus manos, que gemía de felicidad por encontrarse con alguien muy querido. Felipe se sentó en el suelo al lado de su desconsolada hermana y tomó el mentón de inmaculada piel con su mano. Unos ojos vidriosos que bien conocía lo observaban ahora. - No sé qué ha sucedido, o quién, pero estoy seguro que no merece tu pesar, ni tus lágrimas - El muchacho estrechó cálidamente a su hermana entre sus brazos, y permaneció en silencio, dejando que fuera ella la que se abriera, si era lo que deseaba. Felipe cayó en la cuenta que, pese a todo, no eran más que dos mocosos que se habían aventurado en la Ciudad Eterna como si fuera lo más fácil del mundo. A pesar de sus ruegos ella había querido permanecer en el palacio del cardenal, y él respetaba su decisión, pero ciertamente hubiera sido más fácil, y más familiar, que ambos hermanos permanecieran bajo el mismo techo, apoyándose en los buenos y malos momentos. Pero, ¿qué podía hacer? ya habían crecido y cada uno tenía su propia vida y meta por delante. Al menos les quedarían esos momentos de intimidad para mantener aún viva la llama de su infancia, de los recuerdos de su hogar y de su familia, que ahora se antojaban tan lejanos.
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MessagePosté le: Dim Jan 31, 2021 12:52 am    Sujet du message: Répondre en citant

Tenía la cara hundida entre sus rodillas y ni siquiera Guinefort era capaz de consolarla, pues tan aturdida estaba por ese mal sentimiento, que sus lloros la inundaban. Por suerte la insistencia del perro al menos logró ensimismar esa tristeza, tornándola en una furia repentina; Inés trató de apartarle, la lengua del perro le estaba molestando porque el muy desdichado sólo quería lamerle la cara. Eso, aunque le hacía gracia, en cierta manera también le repugnaba. Aún se sorbía los mocos cuando apareció su hermano por la puerta. Felipe, al igual que Guinefort, fue a recibirla con alegría y se encontró un panorama que distaba mucho de sus expectativas. Asomó la nariz roja entre sus rodillas, con la espalda arqueada contra la pared; no sabía bien por dónde empezar a explicar, así que solo le dijo: – He traído unos dulces para ti. – Volvió a sorberse los mocos, ésta vez creyendo que eludiría el control rutinario familiar que a veces tiene lugar cuando vuelves de la calle. Aunque los criados les oyeron ninguno se acercó a confirmarlo presentando el paquetito con los pasteles. Tampoco lo habrían hecho aunque Inés se lo pidiera, eran bastante más sagaces de lo que uno cree que son los sirvientes pese a la diferencia de idioma.– Son malas conmigo, Pipe. Las otras niñas. ¡Y las odio! ¡Las odio mucho! Los caballos son mejores. – La explicación, tan breve como la carencia de argumentos, fue suficiente para que los dos se entendieran. No compartieron el seno materno pero sí provenían de la misma matriz, y eso, de alguna manera, genera unos lazos que la convivencia afianza. Las últimas semanas la hermana mediana y el pequeño llegaron a confraternizar más de lo que en toda su vida pudieron, salvando las distancias abismales entre los reinos y mares que debían cruzar sus cartas, cuestión relativamente lógica habida cuenta de que estaban solos en una misma ciudad que, por de pronto, tenía apariencia amable pero que ocultaba grandes intrigas y auténticas conspiraciones que harían palidecer a cualquier villano de historia infantil. Si el cielo estaba cerca, no había duda que el infierno también. Las hijas de esos nobles bien podrían haber sido sus heraldos.

Sucedió que este breve episodio, tan cotidiano en la vida de un adolescente, sirvió para que Inés se instruyera en algunos aspectos sociales que una madre, o un padre, jamás podrá evitarle a sus hijos. Su suerte fue contar con un hombro fraternal para liberarse y restarle importancia a sucesos tan vulgares como los de la envidia de unas pocas niñas malcriadas. Ellas, acostumbradas a ser por lo que sus padres tienen, en realidad envidian a todas las demás criaturas porque no son capaces de hacer ni aspirar a nada más que no sea medrando la prosperidad de otros. Tristemente, este arquetipo de personalidad abunda, y con cada vez más frecuencia, se pasean y pavonean como si el mundo les debiera algo.
Pero esta no es una fábula donde hay un animal noble y otro vil, esta es la historia de una chiquilla brava como los toros de lidia. Y como chiquilla que es, travesuras hace. La misma noche antes de regresar al palazzo de Aracoeli, reparó en que uno de los sirvientes de su hermano se rascaba la cabeza con demasiada asiduidad, significando sólo lo más obvio y predecible. Como sobraron pasteles, con muy buena mano Inés sugirió a su hermano que un par se les hicieran llegar a aquellas que le burlaron poco antes, como gesto de simpatía y de perdón aristotélico; tales argumentos se le harían irresistibles a un joven padre. Mandó entonces al zagal con el recado para las mozas, a las que entregó en mano los manjares, y por mandato de la condesa, procuró bien en aproximarse. Durante la próxima semana las señoritas no aparecieron, y en la siguiente, sus cabellos olían a vinagre.

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